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“Los Apóstoles, como animales sagrados abiertos en canal, nos repiten
que se han vaciado porque han puesto sus corazones en otros.
La identidad real del cristiano es la de sacrificarse así”.
Jorge Oteiza
La labor que se le había encomendado a Oteiza en la fachada de la Basílica de Arantzazu era la de convertir algo tan frío y duro como la piedra, algo tan material, tan terrenal en pura espiritualidad. Debía humanizar la materia y representar el alma del cristianismo. El resultado fueron la Piedad, una virgen sin manto, sin adornos, casi sin rasgos fisonómicos y los Apóstoles, catorce figuras descarnadas y descerebradas, que poco tenían que ver con el arte eclesiástico que había predominado hasta el momento.
El escrito que el artista hizo llegar al Obispo de San Sebastián, aunque no le libró de la prohibición, permite comprender mejor qué es lo que los Apóstoles y la Piedad expresan con su particular plástica. “Es un solo tema el que se expresa en la fachada exterior: el de la salvación religiosa y sobrenatural. El conflicto entre el cuerpo, atado a la muerte, y el alma cristiana obligada al amor y a la caridad. Respecto a los Apóstoles, se han eliminado todas las características particulares que pudieran distraer la expresión directa y rotunda del tema religioso que se trata de expresar. Ninguno de los apóstoles pronuncia su nombre (no dicen: “soy Matías, soy Juan...”), pero todos repiten que son imagen de la Imagen suprema del amor y de la caridad que fue Cristo, que vivió y murió entre nosotros para enseñárnoslo. Estos apóstoles imaginan y enseñan esto. La Virgen en su Asunción está como guiándoles y sosteniéndoles”.
Los catorce Apóstoles de piedra caliza tienen doce metros de lado a lado. Cada uno de ellos mide tres metros y pesa alredor de cinco toneladas. Las estatuas no se sujetan sobre ninguna base, por lo que parece que flotan en el aire. Cada apóstol, dentro de su módulo cúbico, tiene su propia personalidad, pero están unidos por medio de las posiciones de sus brazos y manos y la inclinación de sus cabezas. Ese dinamismo hace que la mirada del espectador tenga la necesidad de saltar continuamente de uno a otro. El propio Oteiza denominó ese baile que realizan los ojos como “ballet del friso”. Oteiza utiliza el hiperboloide, el cilindro vaciado y con los lados redondeados, para dotarlos de identidad cristiana. Los vacía porque se han desprendido de sí mismos para llenarse de Dios y entregarse al resto.
Los Apóstoles suponen un homenaje a la naturaleza oriunda: el material utilizado para su realización, la piedra caliza, recuerda a las montañas de alrededor; los volúmenes irregulares de la figuras a los dibujos que el agua realizó durante siglos en las rocas y lo pesado de cada módulo a la dureza propia de la montaña.
En cuanto a su composición la obra es simétrica. Los límites exteriores los marcan las figuras que están en las esquinas. Estos dos apóstoles miran al centro y con su gesto envuelven el conjunto. El resto mira hacia arriba, a la madre que observa a su hijo muerto y se encara al cielo. Como dato anecdótico, cabe mencionar que Oteiza no les hizo ojos a los apóstoles porque durante la oración se mantienen cerrados y al cuarto le omitió el rostro para que cada fiel le pusiera el suyo propio.
Fue realmente polémico el hecho de que Oteiza esculpiera catorce apóstoles en lugar de doce. Según decía, lo que representó no fueron catorce apóstoles, sino catorce unos apóstoles. Es decir, pretendía recoger la idea abstracta de la apostolicidad como comunidad abierta al exterior que reclama, a su vez, la presencia de los demás de una manera solidaria.
Entre los apóstoles del friso y la Piedad que ofrece a su Hijo al visitante hay una pared a la que, en palabras del propio escultor, hay que mirar con los ojos del corazón para descubrir que realmente no existe: “La pared vacía está llena de pensamientos mítico-espirituales. Con una mirada estético-espiritual el espectador puede llegar a ver lo invisible”.
La Piedad que Oteiza creó para la fachada de la Basílica de Arantzazu se diferencia de la de Miguel Ángel en que la Madre no tiene al Hijo muerto en su regazo, sino que éste descansa muerto en el suelo mientras que la Madre, con su cara en forma de corazón, clama y se enfrenta al cielo. Este conjunto escultórico en forma de “t” tiene más de tres metros de altura y anchura y parece que, sin moverse, está volando hacia el cielo.
Los arquitectos de la Basílica de Arantzazu, Francisco Javier Sáenz de Oiza y Luis Laorga, tuvieron claro desde el principio que el escultor de la fachada debía ser Jorge Oteiza. Los franciscanos fueron convencidos sin dificultad y se le adjudicó, sin concurso, la decoración del friso exterior. Pero rápidamente comenzaron las críticas contra su obra, puesto que no se adecuaba a la estatuaria eclesiástica clásica. El Obispo de San Sebastián, Jaime Font Andreu, pidió a Oteiza, a finales de 1953, que presentara una memoria justificativa de su estatuaria y al guardián de Arantzazu, el proyecto del friso y unas fotografías de los apóstoles.
Esperando la definitiva aprobación del Obispado, Oteiza continuó trabajando en su taller de Arantzazu hasta que en noviembre de 1954 llegó la prohibición. Font Andreu ordenó la suspensión de la decoración de la Basílica y envió a Roma los bocetos y la memoria del artista para su estudio y fallo definitivo. Oteiza hizo las maletas y abandonó Arantzazu con la esperanza de recibir buenas noticias desde Roma. La obra realizada hasta entonces, unos apóstoles vacíos, quedaron en el suelo, tirados en la cuneta, durante catorce años. Las noticias provenientes de Roma, en verano de 1955, rebatieron la decisión que el Obispo de San Sebastián había tomado un año antes.
Oteiza decidió aceptar la decisión y no hacer nada en contra. Quedó destrozado. En un fragmento de una carta que el escultor envió a Javier Álvarez de Eulate el escultor afirmaba sentirse “realmente decaído” y “traicionado por todos”. Incluso escribió que “quisiera estar muerto”.
Transcurrieron algunos años y la visión de la fachada vacía y de los enormes apóstoles en la carretera comenzó a ser dolorosa para algunos. Poco a poco los medios de comunicación consideraron noticiable lo referente al drama de Oteiza y Arantzazu y estos ayudaron a que se reactivara el problema de la terminación de la fachada. En 1964, el nuevo Obispo de San Sebastián, Lorenzo Bereciartua, se puso manos a la obra y se reunió con los arquitectos y algunos artistas, entre ellos, Eduardo Chillida, para tomar alguna decisión. La conclusión que se extrajo fue que la solución de Oteiza para el friso era la única aceptable.
Pasaron casi dos años hasta que la Comisión Diocesana de San Sebastián se decidió y, por fin, se zanjó afirmativamente el problema. Oteiza debería regresar al lugar donde lo arrancaron años atrás y sus apóstoles, dejar de mirar al suelo. Pero entonces era el propio escultor quien se negaba a concluir el trabajo. Miguel Pelay Orozco, íntimo amigo suyo, lo contó en el libro Oteiza: su vida, su obra, su pensamiento, su palabra: “Tal vez traumatizado por los largos años de espera con su secuela de amarguras y desilusiones, ya no quería saber nada de volver a Arantzazu. [...] Jorge opinaba ahora que el vacío para el friso, sin estatuas, era como más hermoso y significativo. [...] Y, por si fuera poco, manifestaba rotundamente que su ciclo escultórico y artístico había concluido definitivamente”.
Realmente nadie contaba con que Oteiza emprendiera su trabajo. La de Arantzazu era una fase concluida en su vida. Sin embargo, el 1 de noviembre de 1968, regresó y pasó allí ocho meses hasta terminar la obra. Entre el 12 y el 17 de junio de 1969 se colocaron los Apóstoles en el friso. El 16 del mismo mes llegaron los bloques de piedra para realizar el grupo escultórico de la Piedad y el 21 de octubre se colocó en lo alto de la fachada. Entonces concluyó “aquella oportunidad que se me presentaba de poder transmitir mi personal mensaje religioso y vital al enorme muro exterior y frontal de la gran Basílica de Euskal Herria; el mayor honor y la mayor felicidad de mi pobre vida”.
Jorge Oteiza nació en Orio el 21 de octubre de 1908. Escultor, poeta, filósofo y arquitecto vocacional fue uno de los artistas más importantes del siglo XX y figura clave de la vanguardia de la década de los 50. Recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1988 y la Medalla del Círculo de Bellas Artes en 1998.
En 1927 se trasladó a Madrid con el propósito de estudiar arquitectura, pero finalmente se matriculó en medicina. Tres años después dejó la carrera para apuntarse en la Escuela de Artes y Oficios. En 1935 marchó a América del Sur, donde compaginó durante años la creación con la enseñanza. A su regreso en los años 50 luchó por la revitalización del mundo artístico vasco con la creación de grupos vanguardistas como Equipo 57, Gaur, Emen, Danok y Orain. Fue entonces cuando se le encargó la escultura para decorar la fachada de la Basílica de Arantzazu.
Su obra evolucionó desde las formas expresionistas a una reflexión sobre el vacío que pasó a ser la protagonista en sus obras. Con ello pretendió expresar “el vacío existencial del espíritu humano”. En los años 60 abandonó la práctica escultórica convencional para desarrollar nuevas inquietudes creativas como la poesía, la arquitectura o la filosofía. Quosque tandem...! Ensayo de interpretación estética del alma vasca, su escrito teórico más destacable, data de esa época.
En su obra supo conjugar la espiritualidad de los monumentos megalíticos, especialmente los del País Vasco, con las innovaciones de los movimientos de vanguardia. Su labor pedagógica, así como sus aportaciones en el campo de la estética y la teoría del arte contribuyeron a forjar varias generaciones de escultores.
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