Los arquitectos de la Basílica de Arantzazu, Francisco Javier Sáenz de Oiza y Luis Laorga, tuvieron claro desde el principio que el escultor de la fachada debía ser Jorge Oteiza. Los franciscanos fueron convencidos sin dificultad y se le adjudicó, sin concurso, la decoración del friso exterior. Pero rápidamente comenzaron las críticas contra su obra, puesto que no se adecuaba a la estatuaria eclesiástica clásica. El Obispo de San Sebastián, Jaime Font Andreu, pidió a Oteiza, a finales de 1953, que presentara una memoria justificativa de su estatuaria y al guardián de Arantzazu, el proyecto del friso y unas fotografías de los apóstoles.
Esperando la definitiva aprobación del Obispado, Oteiza continuó trabajando en su taller de Arantzazu hasta que en noviembre de 1954 llegó la prohibición. Font Andreu ordenó la suspensión de la decoración de la Basílica y envió a Roma los bocetos y la memoria del artista para su estudio y fallo definitivo. Oteiza hizo las maletas y abandonó Arantzazu con la esperanza de recibir buenas noticias desde Roma. La obra realizada hasta entonces, unos apóstoles vacíos, quedaron en el suelo, tirados en la cuneta, durante catorce años. Las noticias provenientes de Roma, en verano de 1955, rebatieron la decisión que el Obispo de San Sebastián había tomado un año antes.
Oteiza decidió aceptar la decisión y no hacer nada en contra. Quedó destrozado. En un fragmento de una carta que el escultor envió a Javier Álvarez de Eulate el escultor afirmaba sentirse “realmente decaído” y “traicionado por todos”. Incluso escribió que “quisiera estar muerto”.
Transcurrieron algunos años y la visión de la fachada vacía y de los enormes apóstoles en la carretera comenzó a ser dolorosa para algunos. Poco a poco los medios de comunicación consideraron noticiable lo referente al drama de Oteiza y Arantzazu y estos ayudaron a que se reactivara el problema de la terminación de la fachada. En 1964, el nuevo Obispo de San Sebastián, Lorenzo Bereciartua, se puso manos a la obra y se reunió con los arquitectos y algunos artistas, entre ellos, Eduardo Chillida, para tomar alguna decisión. La conclusión que se extrajo fue que la solución de Oteiza para el friso era la única aceptable.
Pasaron casi dos años hasta que la Comisión Diocesana de San Sebastián se decidió y, por fin, se zanjó afirmativamente el problema. Oteiza debería regresar al lugar donde lo arrancaron años atrás y sus apóstoles, dejar de mirar al suelo. Pero entonces era el propio escultor quien se negaba a concluir el trabajo. Miguel Pelay Orozco, íntimo amigo suyo, lo contó en el libro Oteiza: su vida, su obra, su pensamiento, su palabra: “Tal vez traumatizado por los largos años de espera con su secuela de amarguras y desilusiones, ya no quería saber nada de volver a Arantzazu. [...] Jorge opinaba ahora que el vacío para el friso, sin estatuas, era como más hermoso y significativo. [...] Y, por si fuera poco, manifestaba rotundamente que su ciclo escultórico y artístico había concluido definitivamente”.
Realmente nadie contaba con que Oteiza emprendiera su trabajo. La de Arantzazu era una fase concluida en su vida. Sin embargo, el 1 de noviembre de 1968, regresó y pasó allí ocho meses hasta terminar la obra. Entre el 12 y el 17 de junio de 1969 se colocaron los Apóstoles en el friso. El 16 del mismo mes llegaron los bloques de piedra para realizar el grupo escultórico de la Piedad y el 21 de octubre se colocó en lo alto de la fachada. Entonces concluyó “aquella oportunidad que se me presentaba de poder transmitir mi personal mensaje religioso y vital al enorme muro exterior y frontal de la gran Basílica de Euskal Herria; el mayor honor y la mayor felicidad de mi pobre vida”.